A lo largo de toda la Edad Media reyes, nobles y jerarcas de la Iglesia recibían de judíos acomodados el dinero que necesitaban bien para campañas militares o para gastos
suntuarios. A cambio de ese dinero adelantado aquellos poderosos hebreos
compraban el derecho a cobrar sus tributos y con su producto se resarcían -a
menudo con ventajas- del capital previamente desembolsado. Pero esa ventaja
económica llevaba consigo su parte negativa pues, para buena parte del pueblo,
era el judío, y no el rey o el señor o el obispo, el que le cobraba los
impuestos el que le estrujaba su escasa economia el que daba la cara y
representaba -como hoy lo hace un inspector de Hacienda asalariado- el
desagradable oficio del que los poderosos se habían librado tan
limpiamente.
Hechos así contribuyeron en buena medida a crear una atmósfera de animadversión hacia el judío. Era evidente, por otra parte, la manifiesta prosperidad que llegaron a alcanzar numerosas familias judías, muy por encima de la que podían llegar a aspirar los estamentos acomodados de la sociedad cristiana urbana o rural. Según Baer, en la Castilla del siglo XIV, los judíos controlaban los dos tercios de los impuestos indirectos y de los derechos aduaneros tanto interiores como de fronteras y puertos.
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